A- MARÍA SEGÚN LAS ESCRITURAS
El Testimonio de las Escrituras: Una Trayectoria de Gracia y Esperanza
El Antiguo Testamento da testimonio de la creación divina del hombre y la mujer según la imagen divina, y el llamado amoroso de Dios a una relación de pacto con Él. Aún cuando fue desobedecido, Dios no abandonó a los seres humanos al pecado y el poder de la muerte.
Una y otra vez Dios ofreció un pacto de gracia. Dios hizo un pacto con Noé y nunca más sería destruida “toda carne” por las aguas de un diluvio. El Señor hizo un pacto con Abraham de que, a través suyo, todas las familias de la tierra serían benditas. A través de Moisés, Dios hizo un pacto con Israel para que, en obediencia Su palabra, pudiesen ser una nación santa y un pueblo sacerdotal. Los profetas, una y otra vez, llamaron al pueblo a volverse de la desobediencia al Dios de gracia en el pacto, a recibir la palabra de Dios y permitir que diera fruto en sus vidas. Miraron con esperanza hacia una renovación del pacto en la que habría una perfecta obediencia y auto-entrega. “Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de esos días, dice el Señor: Pondré mi ley en sus mentes y las grabaré en sus corazones, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Jeremías 31.33). En la profecía de Ezequiel, esta esperanza es expresada no sólo en términos de “lavar y purificar”, sino también del don del Espíritu (Ezequiel 36: 25-28).
El pacto entre el Señor y su pueblo es descrito en varias ocasiones como una relación amorosa entre Dios e Israel, la hija virgen de Sión, novia y madre: “Te hice mi juramento solemne y entré en un pacto contigo, así dice el Señor Soberano, y tú te volviste mía” (Ezequiel 16.8; Isaías 54.1, Gálatas 4.27). Aún al castigar la infidelidad, Dios sigue siendo fiel, prometiendo
restaurar la relación del pacto y reunir al pueblo disperso (Oseas: 1-2; Jeremías 2.2; 31.3; Isaías 62.4-5).
Las imágenes nupciales también aparecen en el Nuevo Testamento, describiendo la relación entre Cristo y la Iglesia (Efesios 5.21-33; Apocalipsis 21.9). En un paralelo a la imagen profética de Israel como la novia del Señor, la literatura salomónica del Antiguo Testamento caracteriza a la Santa Sabiduría como la doncella del Señor (Proverbios 8.22s; Sabiduría 7.22-26), similarmente enfatizando el tema de nuestra respuesta y actividad creativa.
En el Nuevo Testamento, se combinan estos motivos proféticos y de sabiduría (Lucas 11.49), realizados en la venida de Cristo.
Las Escrituras también hablan del llamado por Dios de personas específicas, como David, Elías, Jeremías e Isaías, de manera que puedan realizarse ciertas misiones dentro del pueblo de Dios. Estas personas son testigos del don del Espíritu o la presencia de Dios que les habilita a cumplir la voluntad y propósitos de Dios. También hay profundas reflexiones en lo que Dios conoce y ha llamado desde los mismos comienzos de la existencia (Salmo 139.13-16; Jeremías 1.1-5). Este sentido de admiración ante la gracia prevaleciente de Dios es similarmente manifestado en el Nuevo Testamento, especialmente en los escritos de Pablo, cuando habla de aquellos que son “llamados de acuerdo al propósito de Dios”, afirmando que aquellos a que Dios “conoció, también predestinó para ser conformados a la imagen de su Hijo… y aquellos a quienes predestinó, les llamó; y aquellos a quienes llamó, los justificó; y aquellos a quienes justificó,
también los glorificó” (Romanos 8.28-30, 2 Timoteo 1.9). La preparación divina para una tarea profética es ejemplificada en las palabras habladas por el ángel a Zacarías ante el nacimiento de Juan el Bautista: “Será lleno del Espíritu Santo, aún en el vientre de su madre” (Lucas 1.15, Jueces 13.3-5). Siguiendo la trayectoria de la gracia de Dios y la esperanza de una respuesta humana perfecta que hemos trazado en los párrafos precedentes, los cristianos, en línea con los escritos del Nuevo Testamento, hemos visto su culminación en la obediencia de Cristo. Dentro
de este contexto Cristológico, han discernido un patrón similar en aquella que habría de recibir la Palabra en su corazón y en su cuerpo, ser cubierta por el Espíritu - “como una sombra”- y dado a luz al Hijo de Dios. El Nuevo Testamento no sólo habla de una preparación divina para el nacimiento del Hijo, sino también de la elección divina, su llamado y santificación de una
mujer judía en la descendencia de esas santas mujeres, como Sara y Ana, cuyos hijos cumplieron los propósitos de Dios para con su pueblo. Pablo habla del Hijo de Dios naciendo “en la plenitud de los tiempos” y “nacido de una mujer, nacido bajo la Ley” (Gálatas 4.4). El nacimiento del hijo de María es el cumplimiento de la voluntad de Dios para Israel, y el rol de María en ese cumplimiento es su consentimiento libre y confiado, de auto-entrega y fe últimas: “He aquí que yo soy la doncella del Señor: cúmplase en mí según tu palabra” (Lucas 1.38, véase Salmo 123.2).
María en la crónica de la Natividad en San Mateo
Si bien varias partes del Nuevo Testamento se refieren al nacimiento de Cristo, solamente dos
evangelios, Mateo y Lucas, cada uno desde su propia perspectiva, narran la historia de su nacimiento y se refieren, específicamente, a María. Mateo titula su libro “la Génesis de Jesucristo” (1.1) haciéndose eco del modo en que comienza la misma Biblia (Génesis 1.1).
En la genealogía (1.1-18) Mateo remonta la génesis de Jesús hasta el Exilio de David y, eventualmente, a Abraham. También nota el rol inesperado que cuatro mujeres ocupan en el ordenamiento providencial de la historia de la salvación de Israel, cada una de las cuales
cuestiona los límites aparentes del pacto. Este énfasis en la continuidad con lo antiguo es balanceada en el posterior recuento del nacimiento de Jesús mediante un énfasis en lo nuevo (véase 9.17), un tipo de re-creación por medio del Espíritu Santo, que revela nuevas posibilidades de salvación que brotan de lo considerado como pecado (1.21) y de la presencia de “Dios con nosotros” (1.23). Mateo cuestiona más aún los límites de lo “legal” al combinar la ascendencia davídica de Jesús con la paternidad legítima de José, y el nacimiento de Jesús de la Virgen, según la profecía de Isaías –“He aquí que una virgen concebirá y tendrá un hijo” (Isaías 7.14 en la Biblia Septuaginta). En la crónica de Mateo, se menciona a María en conjunción con su hijo en tales frases como “María su madre” o “el niño y su madre” (2.11,13,20,21). Entre
toda la intriga política, asesinatos y huidas en este relato, hay un momento tranquilo de reverencia que ha quedado capturado en la imaginación cristiana: los Sabios, cuya profesión es saber cuándo ha llegado el tiempo preciso, arrodillarse en honra al niño Rey con su madre real (2.2,11). Mateo enfatiza la continuidad de Jesucristo con la esperanza mesiánica de Israel y la
novedad que viene con el nacimiento del Salvador. La descendencia de David, por cualquiera sea la ruta, y el nacimiento en la ciudad ancestral de la realeza revela la continuidad, y la concepción virginal, la novedad
María en la crónica de la Natividad de San Lucas
En la crónica de Lucas sobre la infancia de Jesús, María es prominente desde el comienzo. Ella es el vínculo entre Juan el Bautista y Jesús, cuyos nacimientos milagrosos son presentados en un paralelo deliberado. Ella recibe el mensaje del ángel y responde en obediencia humilde (1.38). Ella viaja por su cuenta de Galilea a Judea para visitar a Isabel (1.40) y en su cántico proclama la inversión escatológica que estará en el núcleo de la proclamación de su Hijo del Reino de
Dios. María es la que mira más allá de la superficie delos eventos (2.19, 51) y representa lo íntimo de la fe yel sufrimiento (2.35). Ella habla en nombre de José, en la escena en el Templo y, aunque es criticada por su incomprensión inicial, continúa creciendo en entendimiento (2.48-51). Dentro de la narrativa lucana, dos escenas particulares invitan a la reflexión sobre el lugar de María en la vida de la Iglesia: la Anunciación y la visita a Isabel. Estos pasajes enfatizan que María es, de forma única, un recipiente de la elección y gracia de Dios. La historia de la anunciación recapitula varios incidentes en el Antiguo Testamento, notablemente los
nacimientos de Isaac (Génesis 18.10-14), Sansón(Jueces 13.2-5) y Samuel (1 Samuel 1.1-20). El saludo del ángel también evoca los pasajes en Isaías (66.7-11), Zacarías (9.9) y Sofonías (3.14-17) que evocan la “Hija de Sión”, es decir, a Israel que espera con gozo la llegada de su Señor. Que se hable de “cubrir como una sombra” (episkiasei) para describir la acción del Espíritu Santo en la concepción virginal (Lucas 1.35)se hace eco de los querubines cubriendo el Arca del
Pacto (Éxodo 25.20), la presencia de Dios que cubre como una sombra el Tabernáculo (Éxodo 40.35) y el flotar el Espíritu sobre las aguas en la Creación (Génesis 1.2). En la Visitación, el cántico de María (Magnificat) refleja el Cántico de Ana (1 Samuel 2.1-10), ampliando su alcance, de manera que María se vuelve la que habla por todos los pobres y oprimidos
que anhelan por el establecimiento del reinado justo de Dios.
Tal y como en el saludo de Isabel, la madre recibe su propia bendición, distinguible de la que ha recibido su hijo (1.42), de manera que en el Magnificat, María predice que “todas las generaciones me llamarán bendita” (1.48). Este texto provee el fundamento escritural para una devoción apropiada a María, aunque nunca separada de su rol como madre del Mesías.
En la historia de la Anunciación, el ángel llama a María como “la favorecida” del Señor (en Griego, kecharitõmenē, un participio perfecto que significa “aquella que ha sido y sigue estando dotada de gracia”)en un modo que implica una santificación previa por la gracia divina, en vistas de su llamado. El anuncio del ángel conecta a Jesús como “Santo” e “Hijo de Dios” con su concepción por el Espíritu Santo (1.35).Por ello, la concepción virginal apunta a la misma descendencia divina del Salvador, que nacerá de María. El niño que aún no ha nacido, es descrito como el Señor por Isabel: “¿Y por qué se me ha concedido que venga a mí la madre de mi Señor?” (1.43). Resulta notable el patrón trinitario de acción divina en estas escenas: la Encarnación del Hijo es iniciada por la elección del Padre de la Bendita Virgen y es mediada
por el Espíritu Santo. Igualmente notable es el consentimiento de María, su “Amén”, en fe y libertad, ala poderosa Palabra de Dios comunicada por el ángel(1.38).En la crónica de Lucas del nacimiento de Jesús, la alabanza ofrecida a Dios por los pastores se hace eco dela adoración de los Sabios del niño en la crónica de Mateo. Nuevamente, esta es la escena que constituye el
“centro inmóvil” de la crónica de la Natividad:“encontraron a María y a José y al niño que yacía en un pesebre” (Lucas 2.16). Según la Ley de Moisés, el niño es circuncidado y presentado en el Templo. En esa ocasión, Simeón tiene una palabra profética especial para la madre del niño-Cristo, “una espada partirá tu alma” (Lucas 2.24-35). A partir de este punto, el peregrinar de fe de María lleva hacia el pie de la cruz.
La Concepción Virginal
La iniciativa divina en la historia humana es proclamada en las buenas nuevas y en la concepción virginal a través del actuar del Espíritu Santo (Mateo1.20-23; Lucas 1.34-35). La concepción virginal pueda aparecer, en primera instancia, como una ausencia, es decir, la ausencia de un padre humano. No obstante, en realidad se trata de un signo de la presencia y obra del Espíritu. La creencia en la concepción virginal es una antigua tradición cristiana, adoptada y desarrollada independientemente por Mateo y Lucas (2) Para los creyentes cristianos, es un signo elocuente de la ascendencia divina de Cristo y de la nueva vida en el Espíritu. La concepción virginal también apunta a un nuevo nacimiento de todo cristiano, como hijo adoptado de Dios. Cada uno “nace otra vez (de lo alto)el agua y el Espíritu” (Juan 3.3-5). Bajo esta luz, la concepción virginal, lejos de ser un milagro aislado, es una expresión poderosa de lo que la Iglesia cree sobre su Señor y sobre nuestra salvación.
María y la Verdadera Familia de Jesús
Después de estas historias de la natividad, es algo sorprendente leer el episodio, narrado en los tres evangelios Sinópticos, que considera la cuestión de la verdadera familia de Jesús. Marcos nos dice que la madre y hermanos” de Jesús (Marcos 3.31) viene y se queda fuera, queriendo hablarle. (3) Jesús, en respuesta, se distancia de su familia natural, y habla de aquellos reunidos en derredor suyo, su “familia escatológica”, es decir, “cualquiera que cumple la voluntad de Dios”(3.35). Para Marcos, la familia natural de Jesús, incluyendo su propia madre, a estas alturas de los acontecimientos parece carecer de una comprensión dela verdadera naturaleza de su misión. Pero tal será también el caso con sus discípulos (8.33-35, 9.30-33,10.35-40). Marcos indica que el crecimiento en esa comprensión es algo inevitablemente lento y doloroso, y que no se alcanza la fe genuina en Cristo hasta el encuentro con la cruz y la tumba vacía. En Lucas, se evita un contraste marcado entre las actitudes hacia Jesús de su familia natural y la escatológica (Lucas 8.19-21). En una escena posterior(11.27-28) Jesús responde a la mujer en la multitud que
pronuncia una bendición para su madre: “bendito el vientre que te llevó y los pechos de que mamaste” con “Benditos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la guardan”. Pero esa forma de bendición, en la perspectiva de Lucas, incluye definitivamente a María quien, desde el comienzo del relato, estaba lista para renunciar a todo en su vida y dejarse guiar por la
voluntad expresada en la palabra de Dios (1.38).En su segundo libro, los Hechos de los Apóstoles, Lucas nota que, entre la Ascensión del Señor Resucitado y la fiesta de Pentecostés, los apóstoles estaban reunidos en Jerusalén “junto con las mujeres y María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hechos1.14). María, que fue receptiva al obrar del Espíritu de Dios en el nacimiento del Mesías (Lucas 1.35-38) es aquí parte de una comunidad de discípulos que esperan en oración por el desbordamiento del Espíritu en el nacimiento de la Iglesia.
María en el Evangelio según San Juan
María no es mencionada explícitamente en el Prólogo del Evangelio según San Juan. No obstante, puede discernirse algo de la significación de su rol en la historia de la salvación al colocarla en el contexto delas verdades teológicas consideradas que el evangelista articula en su presentación de las buenas nuevas de la Encarnación. El énfasis teológico sobre la iniciativa
divina, que se expresa en las narrativas de Lucas y Mateo en la historia del nacimiento de Jesús, es colocada de manera paralela en el Prólogo de Juan por un énfasis en la voluntad y gracia predestinadoras de Dios, por medio de las que se afirma que todos los que son traídos al nuevo nacimiento son nacidos “no desangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios” (1.13). Estas son palabras que podrían aplicarse al nacimiento de Jesús mismo. Juan nota la presencia de la madre de Jesús en dos momentos importantes de la vida de Jesús, el comienzo (la boda en Canaán) y el final (la cruz). Ambas son horas de necesidad: la primera es, en apariencia, más bien trivial, pero es también, a un nivel más profundo, una asimilación simbólica de la segunda. Juan reserva una posición de prominencia en su Evangelio a la boda en Canaán (2.1-12), llamándola el comienzo (archē) delos signos de Jesús. El relato enfatiza el nuevo vino que trae Jesús, simbolizando la fiesta de bodas escatológica de Dios con su pueblo y el banquete mesiánico del Reino. La historia comunica, a un nivel primario, un mensaje Cristológico. Jesús revela su gloria mesiánica a sus discípulos y ellos creen en él (2.11). La presencia de “la madre de Jesús” es mencionada al comienzo del relato: ella tiene un rol distintivo en el despliegue de la narración. María parece haber sido invitada y tener derecho a estar presente por sí misma, y no con “Jesús y sus discípulos” (2.1-2). Jesús, inicialmente, es visto como presente y parte de la familia de su madre. En el diálogo que se origina al terminarse el vino, Jesús parece, en principio, rechazarla solicitud implícita de su madre, pero al final accede ala misma. No obstante, esta lectura del relato deja espacio para una lectura simbólica más profunda del evento .En las palabras de María, “no tienen vino”, Juan le adscribe no tanto la expresión de una deficiencia en los preparativos de la boda, sino más bien el anhelo de salvación de todo el pueblo del pacto, que practica las purificaciones con agua pero carecen del vino gozoso del reino mesiánico. En su respuesta, Jesús comienza con un cuestionamiento de su anterior relación con María (“¿Qué hay entre nosotros?”), implicando que ha tenido lugar un cambio. Jesús no se dirige a María como “madre”, sino como “mujer” (véase Juan 19.26).
Jesús ya no ve la relación con María como de una mera familiaridad terrenal. La respuesta de María de instruir a los sirvientes a que hagan “todo lo que él les diga” (2.5) es algo inesperado; ella no está a cargo de la fiesta (véase 2.8).Su rol inicial como la madre de Jesús ha cambiado
radicalmente. Ella misma es ahora vista como una creyente dentro de la comunidad mesiánica. Desde este momento, ella se compromete totalmente al Mesías y su palabra: “Después de esto, Jesús descendió a Capernaum, con su madre y sus hermanos y sus discípulos” (2.12). La narración de Canaán comienza colocando a Jesús dentro de la familia de María, su madre; de ahora en adelante, María es parte de la “compañía de Jesús”, su discípula. Nuestra lectura de este pasaje refleja la comprensión de la Iglesia sobre el rol de María: ayudar a los discípulos a llegar a su hijo, Jesucristo, y “hacer todo lo que él les diga”. Juan menciona la presencia de María por segunda vez durante la hora decisiva de la misión mesiánica de Jesús, su crucifixión (19.25-27). Junto a la cruz, con otros discípulos, María comparte en el sufrimiento de Jesús quien, en sus últimos momentos, le dirige una palabra especial: “Mujer, he ahí a tu hijo”, y al discípulo amado: “He aquí a tu madre”. No podemos sino conmovernos ante el hecho que, aún en sus momentos de agonía, Jesús se preocupa por el bien estar de su madre, mostrando su afecto filial. Esta lectura superficial invita, nuevamente, a una lectura simbólica y eclesial de la rica narrativa de Juan.
Estas últimas disposiciones de Jesús antes de morir revelan una comprensión más profunda que su referencia primaria a María y el “discípulo amado” como individuos. Los roles recíprocos de la “mujer” y el “discípulo” están relacionados con la identidad de la Iglesia. En el resto del texto de Juan, el discípulo amado es presentado como el discípulo modelo de Jesús, el que le era más cercano, el que nunca le abandonó, el objeto del amor de Jesús y su más fiel testigo (13.25, 19.26, 20.1-10, 21.20-25). Entendidas en términos de discipulado, las palabras agonizantes de
Jesús otorgan a María un rol maternal en la Iglesia y alientan a la comunidad de discípulos a recibirla y abrazarla como su madre espiritual. Una comprensión corporativa de “mujer” también llama constantemente a la Iglesia a contemplar a Cristo crucificado y llama a cada discípulo a cuidar de la Iglesia como una madre. Aquí pueda estar implícita una tipología Eva-María: justo como la primera “mujer” fue sacada de la “costilla” de Adán (Génesis 2.22, pleura LXX) y se convirtió en madre de todos los vivos(Génesis 3.20), así la “mujer” María es, a un nivel espiritual, la madre de todos los que reciben la vida verdadera del agua y la sangre que brotan del costado(Griego, pleura, lit. “costilla”) y del Espíritu que sopla de su sacrificio triunfal (19.30, 20.22, también Juan5.8).En tales lecturas simbólicas y corporativas, las imágenes de la Iglesia, María y el discipulado interactúan entre sí. María es vista como la personificación de Israel, que ahora da a luz a la comunidad cristiana (Isaías 54.1, 66.7-8), tal y como había dado a luz, anteriormente, al Mesías (Isaías 7.14).Cuando contemplamos bajo esta luz las crónicas de Juan sobre María al comienzo y final del ministerio de Jesús, es difícil entonces hablar de la Iglesia sin pensaren María, la Madre del Señor, como su arquetipo y primera realización.
La mujer en Apocalipsis 12
En un lenguaje altamente simbólico, lleno de imágenes bíblicas, el vidente del Apocalipsis describe la visión de un signo en el cielo que incluye una mujer ,un dragón y el hijo de la mujer. La narración de Apocalipsis 12 sirve para asegurar al lector de la eventual victoria de los fieles de Dios en tiempos de persecución y luchas escatológicas. En el curso de la historia, el símbolo de la mujer ha llevado a una variedad de interpretaciones. La mayoría de los estudiosos aceptan que el significado primario de la mujer es de tipo corporativo: el pueblo de Dios, sea Israel, la Iglesia de Cristo, o ambos. Más aún, el estilo narrativo del autor sugiere que la “imagen completa” de la mujer sólo es percibida al final del libro, cuando la Iglesia de Cristo se convierte en la Nueva Jerusalén triunfante (Apocalipsis 21.1-3). Los verdaderos problemas de la comunidad del autor de Apocalipsis son colocados en el espacio mayor de la historia toda, que es escenario de la lucha continua entre los fieles y sus enemigos, entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. La imaginería de la descendencia nos recuerda de la lucha en Génesis 3-15 entre la serpiente y la mujer, entre la semilla de la serpiente y la semilla de la mujer. Dada esta interpretación eclesial primaria de Apocalipsis 12, ¿es aún posible encontrar en ella una referencia secundaria a María? El texto no identifica explícitamente a la mujer con María, sino que se refiere a la mujer como la madre del “niño varón que gobernará a todas las naciones con un cetro de hierro”, una cita del Salmo 2 que en otras instancias del Nuevo Testamento se aplica tanto al Mesías como al pueblo fiel de Dios (Hebreos 1.5, 5.5; Hechos 13.33,Apocalipsis 2.27). En vista de lo anterior, al leer este capítulo, algunos escritores patrísticos pensaron en la madre de Jesús . Dado el lugar del libro de Apocalipsis dentro del canon de la Biblia, en el que se entretejen diferentes imágenes bíblicas, surgió la posibilidad de una interpretación más explícita, tanto individual como comunitaria, de Apocalipsis 12, que iluminaba el lugar de María y la Iglesia en la victoria escatológica del Mesías.
Reflexión bíblica
El testimonio bíblico reúne a todos los creyentes encada generación para llamar “bendita” a María: esta mujer judía de clase humilde, esta hija de Israel que vivía en la esperanza de justicia para el pobre, a quien Dios ha agraciado y elegido para ser la madre virgen de su Hijo, tras ser cubierta “como una sombra” por el Espíritu Santo. Hemos de bendecirla como la “doncella del Señor” quien dio su consentimiento confiado a la realización del plan salvífico de Dios, como la madre que consideraba todas las cosas en su corazón, como la refugiada que busca asilo en una tierra extranjera, como la madre atravesada por el sufrimiento inocente de su propio hijo, y como la mujer a quien Jesús confió el cuidado de sus amigos. Estamos unidos con ella y con los apóstoles, mientras rezan por el desbordamiento del Espíritu sobre la Iglesia naciente, la familia
escatológica de Cristo. Y quizás podamos aún ver en ella el destino final del pueblo de Dios de compartir dela victoria de su hijo sobre los poderes del mal y de la muerte.
B- MARÍA EN LA TRADICIÓN CRISTIANA
Cristo y María en la Antigua Tradición Común
En la Iglesia primitiva, la reflexión sobre María sirvió para interpretar y defender la Tradición apostólica, centrada en Jesucristo. El testimonio patrístico sobre María como “portadora de Dios” (Theotókos) emergió de la reflexión en las Escrituras y de la celebración de fiestas cristianas, pero su desarrollo se debió, principalmente, a las primeras controversias cristológicas. En el desarrollo de estas controversias a lo largo de los cinco primeros siglos, y
la resolución de los mismos en sucesivos Concilios Ecuménicos, la reflexión sobre el rol de María en la Encarnación era parte integral en la articulación de la fe ortodoxa en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. En defensa de la verdadera humanidad de Cristo, y
contra el Docetismo, la iglesia primitiva enfatizó en el nacimiento de Jesús de María. Jesús, simplemente, no “parecía” ser humano: no descendió de los cielos en un “cuerpo celestial”, ni su nacimiento fue un mero “atravesar” de su madre. Antes bien, María dio a luz a su hijo de su propio interior y sustancia. Para Ignacio de Antioquia (†c.110) y Tertuliano (†c.225), Jesús es
plenamente humano ya que fue “verdaderamente nacido” de María. En las palabras del Credo Niceno-Constantinopolitano (381) “él se encarnó del Espíritu Santo y la Virgen María, y se hizo hombre”. La definición de Calcedonia (451), al reafirmar este credo, afirma que Cristo es “de la misma sustancia (homoousios) con el Padre en cuanto a su divinidad y, a la vez, de la misma sustancia con nosotros en cuanto a su humanidad”. El Credo Atanasiano confiesa, de forma más concreta aún, que Cristo es “hombre, de la sustancia de su Madre”. Esto lo afirman en común
anglicanos y católico-romanos. En su defensa de la verdadera humanidad de Jesucristo, la Iglesia primitiva enfatizó en la concepción virginal de María de Jesús. Según los Padres de la Iglesia, esta concepción por medio del Espíritu Santo da testimonio del origen e identidad
divina de Cristo. Aquel que nació de María es el Hijo eterno de Dios. Los Padres Orientales y Occidentales – tales como Justino (†c.150), Ireneo (†c. 202), Atanasio (†c. 373) y Ambrosio (†c.397) expusieron esta enseñanza del Nuevo Testamento en términos de Génesis 3 (María es la antítesis de “Eva virgen”) e Isaías 7.14 (María realiza la visión del profeta y da a luz a “Dios con nosotros”). En su apelación a la concepción virginal, estos Padres defendían tanto la idea de la divinidad del Señor como el honor de María. Como se puede leer en el Credo de los Apóstoles, Jesucristo fue “concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de la Virgen María”. Esto lo afirman en común anglicanos y católico-romanos.
El título Theotókos de María fue invocado formalmente para defender la doctrina ortodoxa de la
persona de Cristo. Este título había sido usado por aquellas iglesias bajo la influencia de la sede de Alejandría, al menos, desde la época de la controversia arriana. Dado que Jesucristo es “Dios verdadero de Dios verdadero”, como declaró el Concilio de Nicea (325), estas iglesias concluyeron que la madre de Jesucristo, María, podía ser llamada con toda justicia la “portadora de Dios. Por otra parte, las iglesias bajo la influencia de la sede de Antioquia, concientes del
Apolinarianismo potencial en una doctrina de la completa humanidad de Cristo, no adoptó de inmediato el uso de este título para María. El debate entre Cirilo de Alejandría (†c.444) y Nestorio (†c.455), patriarca de Constantinopla, formado en la escuela de Antioquia, reveló que el verdadero problema en la cuestión del título de María era la unidad de la persona de Cristo. El subsiguiente Concilio de Éfeso (431) empleó el término Theotókos (literalmente, “portadora de Dios”, en Latín, Deipara) para su afirmación de la unidad de la persona de Cristo al identificar a María como la Madre de Dios la Palabra encarnada. La regla de fe sobre este tema es expresada con más precisión aún en la definición de Calcedonia: “(el) mismo y único Hijo… engendrado
del Padre antes de todos los siglos por nosotros y nuestra salvación fue nacido, en cuanto a su
humanidad, de María la Virgen, Madre de Dios (Theotókos)”. Al recibir el Concilio de Éfeso y la definición de Calcedonia, los anglicanos y católico romanos confiesan en común a María como Madre de Dios, Theotókos
La Celebración de María en las Antiguas Tradiciones Comunes
En los primeros siglos, la comunión en Cristo incluía un fuerte sentido de la presencia viva de los santos como una parte integral de la experiencia espiritual de las iglesias (Hebreos 12.1, 22-24; Apocalipsis 6.9-11; 7; 8.3-4). Como parte de la “nube de testigos”, la madre del Señor comenzó a ser vista como de un lugar especial. Los temas principales que se desarrollaron a partir de las Escrituras y la reflexión devocional revelan una profunda conciencia del rol de
María en la redención de la humanidad. Estos temas incluyen a María como la contraparte de Eva y arquetipo de la Iglesia. La respuesta del pueblo cristiano, en reflexión sobre estos temas, encontró expresiones devocionales en la plegaria pública y privada. Los exegetas “se dieron gusto” en señalar imágenes femeninas de la Biblia, a fin de contemplar la significación tanto de la Iglesia como de María. Padres de la Iglesia como Justino Mártir (†c.150) e Ireneo (†c.202), al reflexionar sobre textos como Génesis 3 y Lucas 1.26-38, desarrolló junto a la antítesis Adán/Nuevo Adán la de Eva/Nueva Eva. Tal y como Eva es asociada con Adán en provocar nuestra caída y fractura, así se asocia a María con su Hijo en la conquista del antiquísimo enemigo (véase Génesis 3.15); la desobediencia de la Eva “virgen” provoca la muerte; la obediencia de María Virgen abre el camino hacia la salvación. La Nueva Eva comparte en la victoria del Nuevo Adán sobre el pecado y la muerte. Los Padres de la Iglesia presentaron a María como la Virgen Madre como modelo de santidad para las vírgenes consagradas y, de manera creciente, enseñaron que María había permanecido “siempre virgen”. En su reflexión, se entendía la virginidad no sólo como un asunto de integridad física, sino también de disposición
interior, apertura, obediencia y fidelidad resueltas a Cristo, que modela el discipulado cristiano y se revela en frutos espirituales. En esta perspectiva patrística, la virginidad de María estaba íntimamente relacionada con su santidad. Aunque algunos exegetas sostuvieron que María no
era, completamente al menos, “sin pecado”, Agustín dio testimonio del rechazo de su época a hablar de algún pecado en María: “debemos hacer excepción de la santa Virgen María, respecto a quien no deseo siquiera discutir en cuanto al tema de los pecados, por honra al Señor; porque del Señor sabemos que a ella le fue concedida la abundancia de la gracia por encima de
todo pecado, y suyo es el mérito de concebir y llevar en sí a quien, sin duda alguna, no tuvo pecado” (De natura et gratia 36.42). Otros Padres de Occidente y Oriente, apelando al saludo angélico (Lucas 1.28) y la respuesta de María (Lucas 1.38), apoyan la opinión de que María fue llena de gracia desde su origen, en anticipación de su vocación única como Madre del Señor. Para el siglo 5, ya la Virgen es apelada como una nueva creación: sin culpa, sin mancha: “santa en cuerpo y alma” (Teodoro de Ancira, Homilía 6.11: † antes del 446). En el siglo 6, el título panghia (“toda-santa”) ya aparece en el Oriente.
Siguiendo los debates cristológicos de los concilios de Éfeso y Calcedonia, la devoción a María entró en una etapa de florecimiento. Cuando el patriarca de Antioquia rehusó adjudicar a María el título de Theotókos, el Emperador León I (457-474) ordenó al patriarca de Constantinopla que insertara este título en la plegaria eucarística en todo el Oriente cristiano. En el siglo 6, la conmemoración de María como “portadora de Dios” se había vuelto universal en las plegarias eucarísticas de Oriente y Occidente (con las excepciones de la Iglesia Asiria Oriental). Los textos e imágenes en celebración de la santidad de María se multiplicaron en la poesía y los cantos litúrgicos, como el Akahist, un himno escrito probablemente luego de Calcedonia y aún en uso en la Iglesia Oriental. Gradualmente, se estableció una tradición de orar con María y celebrar a María. Esto ha sido asociado, desde el siglo 4 y particularmente en el Oriente cristiano, con la invocación de su protección. Tras el Concilio de Éfeso, se comenzó a dedicar
iglesias a María, las que comenzaron a celebrar fiestas litúrgicas en fechas particulares. Alentadas por la piedad popular y adoptadas gradualmente por las iglesias locales, las fiestas en celebración de la concepción de María (Diciembre 8/9), su nacimiento (Septiembre 8), presentación (Noviembre 21) y dormición (Agosto 15) reflejaban las conmemoraciones litúrgicas de eventos en la vida del Señor y se basaban tanto en las Escrituras canónicas como en recuentos apócrifos de los primeros años en la vida de María y de su “quedarse dormida” o dormición. En el Oriente, puede fecharse una fiesta de la concepción de María hacia finales del siglo 7, que fue introducida en la iglesia occidental, a través del sur de Inglaterra, a comienzos del siglo 11, la cual se basaba en devociones populares expresadas en el Protoevangelio de Santiago, del siglo 2, y constituía un recuento paralelo a las fiestas dominicales de la anunciación y la fiesta, ya existente, de la concepción de Juan el Bautista. La fiesta de “la dormición de María” data de finales del siglo 6, pero fue influenciada por narraciones legendarias sobre el fin de la vida de María que ya tenían considerable popularidad. En el
13 occidente, la más importante de estas narraciones lo fue Transitus Mariae. En el Oriente, la fiesta fue conocida como la “dormición”, que implicaba su muerte pero no excluía que María haya sido llevada a los cielos. En el Occidente, el término usado fue “asunción”, que enfatizaba que María había sido llevada a los cielos, pero no excluía la posibilidad de su muerte. La creencia en su asunción se basaba en la promesa de la resurrección de los muertos y el reconocimiento de la dignidad de María como Theotókos y “siempre Virgen”, junto a la convicción de que María, por haber sido la que llevó la Vida en su interior, debía ser asociada a la victoria de su Hijo sobre la muerte, y con la glorificación de Su Cuerpo, la Iglesia.
El crecimiento de la doctrina y devociones marianas en la Edad Media
La difusión de estas fiestas litúrgicas de María dio lugar a homilías en que los predicadores hurgaban en las Escrituras, en búsqueda de símbolos y motivos que iluminaran el lugar de la Virgen en la economía de la salvación. Durante la Alta Edad Media, un creciente énfasis en la humanidad de Cristo se vio balanceado con una atención a las virtudes ejemplares de María.
Por ejemplo, Bernardo articula este énfasis en sus homilías. Se hicieron muy populares la meditación sobre las vidas de Cristo y la Virgen, y dieron lugar al desarrollo de prácticas devocionales como el rosario. Las pinturas, esculturas y trabajos en vidrio de la Alta y Baja Edad Media otorgaron inmediatez y color a esta devoción. Durante estos siglos, se dieron algunos cambios principales en el énfasis de las reflexiones teológicas sobre María. Los teólogos de la Edad Media desarrollaron reflexiones patrísticas sobre María como arquetipo de la Iglesia, y también como la Nueva Eva, de un modo que la asociaba más aún con Cristo en la
obra continua de redención. El centro de la atención de los creyentes pasó de María como representante de la iglesia fiel, y por ello también de la humanidad redimida, a María como dispensadora de las gracias de Cristo a los fieles. Los teólogos escolásticos en el Occidente desarrollaron un cuerpo de doctrina crecientemente elaborado sobre María. Buena parte de
estas doctrinas surgieron de la especulación sobre la santidad y santificación de María. Las cuestiones a este respecto fueron influenciadas no solo por la teología escolástica de la gracia y el pecado original, sino también por la presuposición sobre la procreación y relación entre cuerpo y alma. Por ejemplo, si María hubiese sido santificada en el vientre de su madre, de
manera más perfecta aún que Jeremías y Juan el Bautista, algunos teólogos pensaron que el preciso momento de su santificación tenía que ser determinado según los parámetros propios del momento en que el “alma racional” fue insuflada en el cuerpo. Los desarrollos teológicos en la doctrina Occidental de la gracia y el pecado dieron origen a otras interrogantes: ¿cómo pudo María ser libre de todo pecado, incluyendo el pecado original, sin amenazar el rol de Cristo como Salvador universal? La reflexión especulativa llevó a discusiones intensas sobre la forma en que la gracia redentora de Cristo podía haber preservado a María del pecado original. La consistente teología de la santificación de María que podemos encontrar en la Summa Theologiae de Tomás Aquino, y el sutil razonamiento de Duns Scoto sobre María, fueron
desplegados en una extendida controversia sobre si María era inmaculada desde el primer momento de su concepción.
En la Baja Edad Media, la teología escolástica se apartó, cada vez más, de la espiritualidad. Cada vez menos enraizada en la exégesis escritural, los teólogos dependían de la probabilidad lógica para establecer sus posiciones, y los Nominalistas especularon sobre qué pudo haber sido hecho por el poder y voluntad absoluta de Dios. La espiritualidad, ya no más en tensión creativa con la teología, enfatizó la afectividad y las experiencias personales. En la religión popular, María fue vista cada vez más como intermediaria entre Dios y la humanidad, y aún como obradora de milagros con poderes que bordeaban lo divino. Esta piedad popular, a su debido momento, influenció las opiniones teológicas de aquellos que habían crecido en su práctica
y, por ello, quienes posteriormente elaboraron una racionalidad teológica para el florecimiento de la devoción mariana de la Baja Edad Media.
De la Reforma a la época actual
Un poderoso impulso para la Reforma de comienzos del siglo 16 lo fue la reacción generalizada
contra las prácticas devocionales que se acercaban a María como una mediatrix junto a Cristo, o a veces aún en su lugar. Tales devociones exageradas, en parteinspiradas por las presentaciones contemporáneas de Cristo como Juez inaccesible y como Redentor, fueron duramente criticadas por Erasmo de Rótterdam y Tomás Moro, y rechazadas de plano por los reformadores. Junto a una re-recepción radical de las Escrituras como piedra de toque fundamental de la revelación divina, hubo una re-recepción por los Reformadores de la creencia de que Jesús es el único
medidor entre Dios y la humanidad. Esto implicaba un rechazo de abusos reales y aparentes por igual alrededor de la devoción a María. También llevó a la pérdida de algunos aspectos positivos de la devoción y la disminución de su lugar en la vida de la Iglesia. En este contexto, los Reformadores ingleses siguieron percibiendo la doctrina de la Iglesia primitiva sobre María. Su enseñanza positiva sobre María se concentraba en su rol en la Encarnación, y ello se
resume en que la aceptaron como la Theotókos, porque se interpretó que era tanto escritural como acorde con la antigua tradición común. Siguiendo las tradiciones de la Iglesia primitiva y de otros Reformadores, comoMartín Lucero, los Reformadores ingleses, como Latimer (Works: 2.105), Cranmer (Works, 2.60, 2.88) y Jewel (Works, 3.440-441) aceptaron que María era
“siempre virgen”. Siguiendo a Agustín, mostraron cierta reticencia en afirmar que María era una pecadora. Su mayor preocupación era enfatizar la condición única de Cristo como sin pecado, y la necesidad de toda la humanidad, incluyendo a María, de un Salvador (véase Lucas 1.47). Los Artículos IX y XV afirmaban la universalidad del pecado humano, aunque no afirmaban
ni negaban la posibilidad de que María haya sido preservada por la gracia divina de participación en esa condición humana general. Es notable que el Book of Common Prayer (Libro de Oración Común), en la Colecta y Prefacio de Navidad, se refiera a María como
a “una virgen pura”. Desde 1561, el calendario de la Iglesia de Inglaterra (que aparece reproducido en el Book of Common Prayer 1662) contenía cinco fiestas asociadas a María:
la Concepción de María, la Natividad de María, la Anunciación, la Visitación y la Purificación/Presentación. No obstante, ya no aparecía una fiesta de la Asunción (15 Agosto); no sólo se creía que carecía de base bíblica suficiente, sino también que exaltaba a María a costa del lugar único de Cristo como Mediador y Salvador. La liturgia anglicana, según se expresa en los sucesivos Books of Common Prayer (1549, 1552, 1559, 1662) cuando menciona a María, lo
hace enfatizando su rol como la “Virgen pura” de cuya “sustancia” el Hijo tomó su naturaleza humana (véase Artículo II). A pesar de la disminución de la devoción a María en el siglo 16, la reverencia hacia la Virgen persistió en el uso continuado del Magnificat en el Oficio de Oración Vespertina, y la dedicación de iglesias y capillas de Nuestra Señora. En el siglo 17, escritores como Lancelot Andrewes, Jeremy Taylor y Thomas Ken se re-apropiaron de la tradición patrística para una mayor apreciación del lugar de María en las plegarias de los creyentes y de la Iglesia. Por ejemplo, Andrewes en sus Preces Privatae tomó de las liturgias orientales al mostrar una calidez de devoción Mariana, “conmemorando la toda-santidad, inmaculada, más que bendita madre de Dios y siempre virgen María”. Esta re-apropiación puede trazarse hasta el siglo siguiente, en el Movimiento de Oxford del siglo 19. En la Iglesia Católica Romana, el continuo crecimiento de las doctrinas y devociones marianas, si bien fueron moderadas por los decretos reformadores del Concilio de Trento (1545-63), también fueron distorsionadas por las polémicas entre los Protestantes y Católicos más entusiastas. Ser Católico-romano fue identificado con la devoción a María. La profundidad de la popularidad de la espiritualidad mariana en el siglo 19 y la primera mitad del 20 contribuyó a las definiciones de los dogmas de la Inmaculada Concepción (1854) y la Asunción (1950). Por otra parte, lo prevaleciente de esta espiritualidad comenzó a despertar críticas tanto dentro como fuera de la Iglesia
Católica Romana e inició un proceso de re-recepción. Esta re-recepción se hizo evidente en el Concilio Vaticano II el cual, consonante con las renovaciones bíblicas, patrísticas y litúrgicas, y con preocupaciones sobre la sensibilidad ecuménica, eligió no formular un documento separado sobre María, sino integrar la doctrina sobre ella en la Constitución de la Iglesia,
Lumen Gentium (1964) –más específicamente, en su sección final, que describe el peregrinaje escatológico de la Iglesia (Capítulo VIII). El Concilio tenía como propósito “explicar cuidadosamente, tanto el rol de la Bendita Virgen en el misterio de la Palabra Encarnada
y el Cuerpo Místico, como de los deberes de la raza humana redimida hacia la portadora de Dios, madre de Cristo y madre de la humanidad, especialmente de los fieles” (art. 54). Lumen Gentium concluye llamado a María un signo y esperanza de abrigo para el pueblo peregrino de Dios (art. 68-69). Los Padres del Concilio conscientemente evitaron toda exageración, mediante un regreso a los énfasis patrísticos y colocando la doctrina y devociones marianas en su contexto eclesiológico y cristológico más apropiados. Poco después que el Concilio, enfrentado con un declinar inesperado en la devoción a María, Pablo VI publicó una Exhortación Apostólica, Marialis Cultus (1974), para eliminar toda duda de las intenciones del Concilio y para fomentar devociones marianas apropiadas. Su recuento del lugar de María en el Rito
Romano Revisado mostró que no había sido “eliminada” por la renovación litúrgica, sino que las devociones a la Virgen están apropiadamente localizadas dentro del enfoque cristológico de la plegaria pública de la Iglesia. Pablo VI reflexionó sobre María como “un modelo de las actitudes espirituales con que la Iglesia celebra y vive los misterios divinos” (art. 16). Ella es un modelo para toda la Iglesia, pero también una “maestra de vida espiritual para los cristianos individuales” (art. 21). Según Pablo VI, la auténtica renovación de la devoción mariana debe estar integrada con las doctrinas de Dios, Cristo y la Iglesia. La devoción a María debe estar de
acuerdo con las Escrituras y la liturgia de la Iglesia; debe ser sensible a las preocupaciones de otros cristianos y debe afirmar la plena integridad de la mujer en la vida pública y privada. El Papa también emitió llamados a la cautela a quienes yerran, ya sea por exageración o por descuido. Finalmente, recomendó la recitación del Angelus y el Rosario como devociones
tradiciones que son compatibles con estas normas. En el año 2002, el Papa Juan Pablo II reforzó el enfoque cristológico del Rosario, al proponer cinco “misterios de la luz” de las crónicas evangélicas del ministerio público de Cristo, entre su Bautismo y Pasión. “El Rosario”, afirma, “aunque es de carácter claramente mariano, es en su corazón una plegaria Cristocéntrica” (Rosarium Virginis Mariae 1).
María tiene una nueva prominencia en el culto anglicano a través de las sucesivas renovaciones
litúrgicas del siglo 20. En la mayoría de los libros anglicanos de oración, María es mencionada
nuevamente por su nombre en las plegarias eucarísticas. Más aún, Agosto 15 ha venido a ser
celebrado masivamente como una fiesta principal en honor de María con lecturas bíblicas, colecta y prefacio apropiados. También se han renovado otras fiestas asociadas con María, así como los recursos litúrgicos ofrecidos para el uso en estas fiestas. Tales desarrollos son muy significativos, dado el rol definitivo que tienen los textos y prácticas litúrgicas autorizadas en los formularios anglicanos.
Los desarrollos recién mencionados muestran que en décadas recientes se ha producido una re-recepción del lugar de María en el culto comunitario, a lo largo de la Iglesia Anglicana. Al mismo tiempo, en Lumen Gentium (Capítulo VIII) y la Exhortación Apostólica Marialis Cultus la Iglesia Católica Romana ha intentado fijar las devociones a María dentro del contexto de la enseñanza bíblica y las antiguas tradiciones comunes. Para la Iglesia Católica Romana,
esto constituye una re-recepción de la enseñanza sobre María. La revisión de calendarios y leccionarios empleados en nuestras comuniones, especialmente la provisión litúrgica asociada con las fiestas de María, ofrecen evidencia de un proceso compartido de re recepción del testimonio escritural sobre su lugar en la fe y vida de la Iglesia. El creciente intercambio
ecuménico ha contribuido al proceso de re-recepción en ambas Iglesias. Las Escrituras nos guían para que, juntos, veneremos y bendigamos a María como la doncella del Señor, quien fue providencialmente preparada por la gracia divina para ser la madre de nuestro Redentor. Su
asentimiento rotundo a la realización del plan salvífico de Dios puede verse como la instancia suprema del “Amén” que un creyente dice en respuesta al “sí” de Dios. María se nos revela como un modelo de santidad, obediencia y fe para todos los cristianos. Como alguien que ha recibido la Palabra en su cuerpo y la ha traído al mundo, María pertenece a la tradición profética. Estamos de acuerdo en nuestra creencia en la Bendita Virgen María como Theotókos. Nuestras dos iglesias son herederas de una rica tradición que reconoce a María como siempre virgen, y la contempla como la nueva Eva y como arquetipo de la Iglesia. Nos reunimos en rezar y adorar con María a quien todas las generaciones han llamado bendita, en la observación de sus festivales y el ofrecerle honor en la comunión de los santos, y estamos de acuerdo en que María y los santos rezan por la Iglesia toda. En todo esto, vemos a María como inseparablemente vinculada con Cristo y la Iglesia. Dentro de esta amplia consideración del rol de María, ahora nos enfocaremos en la teología de esperanza y gracia.